Una escapada mágica a Brujas
Nuestra visita a Brujas comenzó temprano, con un viaje en tren de unos 20 minutos desde Gante, donde nos estábamos alojando (€32 ida y vuelta). Llegamos a eso de las 8:30 de la mañana, cuando la ciudad todavía se desperezaba bajo la niebla matinal. Para hacer tiempo hasta el inicio del free tour, nos sentamos a tomar un café acompañado de unas riquísimas facturas en una panadería cerca de la estación. Una especie de desayuno ideal para empezar a recorrer uno de los destinos más encantadores de Europa.
El nombre Brujas proviene del antiguo nórdico “Bryggja”, que significa “puente”. Este nombre se asentó durante la Edad Media, cuando comerciantes escandinavos llegaron a esta zona que estaba atravesada por numerosos canales y pasarelas. Con el tiempo, el término evolucionó hasta convertirse en “Brugge” en flamenco, y de ahí al español “Brujas”.
El punto de encuentro era la Grote Markt, la plaza principal de Brujas, bajo la imponente silueta del Belfort, el campanario medieval que domina el centro histórico. Sin embargo, no pudimos disfrutar mucho de esta plaza porque aún estaban desmontando el montaje de la Vuelta de Flandes, una famosa competencia de ciclismo que había pasado el día anterior.
Nuestro guía, Unai, un español oriundo de Granada con mucho carisma y pasión por la historia, nos llevó entonces hasta la Plaza Burg, el verdadero corazón histórico y administrativo de la ciudad.
Plaza Burg: un viaje al pasado medieval
La Plaza Burg nos recibió con su atmósfera solemne, mucha gente mayor sentada leyendo o tomando un café y sus edificios cargados de siglos de historia. Allí se encuentra el Ayuntamiento de Brujas (Stadhuis), una joya del gótico flamígero (en este viaje aprendí mucho de estilos arquitectónicos jeje)construida en 1376, considerada uno de los ayuntamientos más antiguos de los Países Bajos. Justo al lado se alza la Basílica de la Santa Sangre, una iglesia de dos niveles que alberga una reliquia que, según la tradición, contiene un fragmento de tela con sangre de Cristo, traída desde Tierra Santa durante las Cruzadas. Aunque la basílica fue remodelada varias veces, conserva su mezcla única de arquitectura románica y gótica.
También sobre la plaza se encuentra el Palacio de Justicia (Brugse Vrije), con su llamativa chimenea renacentista tallada en madera, y la Casa del Escribano, que completa este conjunto monumental que parece sacado de un cuento medieval.
Seguimos caminando por las orillas de los canales, atravesando puentes de piedra, hasta llegar al Minnewaterpark, donde se encuentra el famoso Lago del Amor (Minnewater). A pesar de su nombre romántico, la historia que le da origen no es tan feliz. Según la leyenda, Minna, una joven del lugar, murió de pena al no poder casarse con su amado Stromberg, un guerrero de otra tribu. Cuando él regresó, la enterró junto al lago, y desde entonces se lo conoce como el “Lago del Amor”. Hoy, este rincón es uno de los más pintorescos y tranquilos de Brujas, ideal para tomarse un momento de pausa y contemplación y si el día es como cuando estuvimos nosotros inclusive tomar un poquito de sol (nos dijeron que en Bélgica está nublado mas de 250 días al año).
El Beguinario: espiritualidad, resistencia y refugio
El recorrido terminó en uno de los lugares más especiales: el Beguinario de Brujas (Begijnhof Ten Wijngaerde). Este conjunto de casas blancas, organizadas alrededor de un jardín silencioso, fue fundado en el siglo XIII para albergar a las beguinas: mujeres laicas que vivían en comunidad bajo votos religiosos sin llegar a ser monjas. Estas mujeres, muchas veces viudas o solteras, eligieron una vida piadosa y autónoma en una época en la que la independencia femenina era impensable.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el beguinario volvió a cumplir un rol esencial: al estar apartado del bullicio y mantenido por religiosas, se transformó en un refugio silencioso para quienes huían del conflicto, especialmente niños, mujeres y perseguidos políticos. Su estructura cerrada, protegida por muros y con acceso limitado, ofrecía seguridad, comida caliente y cuidados básicos en medio del caos de la ocupación alemana.
Hoy en día, el lugar sigue habitado por monjas benedictinas y conserva su atmósfera de recogimiento. Caminar por el beguinario es como entrar en un cuadro detenido en el tiempo.
¿Orina medieval? Sí, y muy valiosa
Entre las muchas curiosidades históricas que descubrimos en Brujas, una de las más insólitas fue el valor que tenía la orina en la Edad Media. Aunque hoy nos parezca extraño, en ese entonces la orina no se consideraba un simple desecho, sino un recurso útil y codiciado en distintas áreas de la vida cotidiana.
Por ejemplo, se utilizaba ampliamente en la industria textil: su alto contenido de amoníaco la volvía ideal para limpiar lana, blanquear telas y fijar tintes. También era un ingrediente en la producción de pólvora, e incluso se empleaba en rudimentarios tratamientos dentales y heridas.
Uno de los aspectos más llamativos era el uso médico. En una época sin laboratorios ni análisis modernos, existía una figura conocida como el uroscopista o probador de orina. Estos especialistas observaban el color, el olor, la espuma e incluso llegaban a probarla —sí, literalmente— para diagnosticar enfermedades como la diabetes, identificable por el sabor dulzón de la orina (aunque no lo supieran en términos científicos).
Y si bien toda orina era útil, la orina de niños era considerada la más valiosa: se la creía “pura”, sin impurezas derivadas de alimentos fermentados o alcohol. Por eso, era la preferida para tareas delicadas como el teñido de textiles finos o usos medicinales. Dado su alto valor, se pagaba más por ella, lo que llevó, inevitablemente, a engaños.
Para evitar fraudes —como adultos vendiendo su orina como si fuera de niños—, los probadores desarrollaron un “sabor entrenado” para identificar la diferencia. Aunque hoy cueste creerlo, estos “catadores” eran capaces de distinguir entre orina infantil y adulta por el gusto, textura y aroma, una práctica que combina ciencia primitiva, necesidad e instinto de supervivencia.
Cerveza belga: cuando la tradición se convierte en cultura
Ya entrado el mediodía, nos sentamos a almorzar un plato bien tradicional: estofado de carne sobre papas fritas belgas, acompañado, por supuesto, de una cerveza artesanal local. Y es que hablar de Bélgica sin mencionar su cerveza es como ir a París y no ver la Torre Eiffel.
La tradición cervecera belga tiene raíces medievales. En aquellos tiempos, cuando el agua no era segura para beber, la cerveza se convirtió en una alternativa más saludable, ya que el proceso de cocción y fermentación eliminaba gran parte de las bacterias. Fueron especialmente los monjes trapenses quienes perfeccionaron las recetas, usando ingredientes naturales, hierbas, frutas y técnicas que han llegado hasta hoy.
Actualmente, Bélgica tiene más de 1.500 variedades de cerveza, muchas de ellas con recetas centenarias, y varias reconocidas como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Cada una se sirve en su vaso específico, diseñado para resaltar el sabor, el aroma y la espuma. Una experiencia que va mucho más allá de lo gastronómico.
Final de jornada: chocolate, waffles y falafel
Antes de volver, aprovechamos para comprar chocolates belgas de regalo (y algunos para nosotros también). Por la tarde seguimos recorriendo un poco más de Brujas, pero al notar que dábamos vueltas por los mismos lugares —algo muy probable en un casco histórico tan compacto— decidimos regresar a Gante. Allí cerramos el día con una merienda de waffles y una cena sencilla de falafel en el Airbnb.
Así terminó nuestro segundo día en tierras belgas: lleno de historia, sabor, leyendas… y algunas curiosidades que nunca imaginamos encontrar.




Último día en Bélgica: una pincelada de Bruselas
Nuestro último día en Bélgica lo aprovechamos para conocer, aunque sea un poco, la capital: Bruselas. La idea original era quedarnos más tiempo, pero un cambio en el vuelo nos obligó a adelantar la partida. Llegamos desde Gante en tren, directamente desde nuestro alojamiento.
Como viajábamos con todo el equipaje encima y queríamos hacer un free tour, lo primero que hicimos fue dejar las valijas en Bounce, un servicio de guarda-equipaje que, por €6 por bulto, te permite recorrer la ciudad con mayor libertad.
Nos reunimos con el grupo en la Grand Place, uno de los lugares más emblemáticos de Bruselas, donde nos esperaba la guía: una simpática española de cuyo nombre lamentablemente no me acuerdo. Hicimos un tour muy completo que incluyó los famosos murales de cómics (una verdadera seña de identidad de la ciudad), la visita al Manneken Pis, el icónico “niño meón”, y su curiosa historia. También recorrimos el Barrio del Sablón y admiramos la imponente Catedral de Notre Dame, entre otros puntos de interés.
Cerca del mediodía, hicimos una pausa para almorzar algo bien típico: carbonades flamandes, un guiso de carne cocida en cerveza negra, acompañado de papas. Riquísimo.
Eso fue todo lo que pudimos ver de Bruselas. Al terminar el tour, fuimos a recoger las valijas y tomamos el tren rumbo al aeropuerto para volar hacia nuestro siguiente destino: Berlín.
Atrás quedaban casi tres días en un país que nos sorprendió mucho. Bélgica es más pequeña de lo que imaginábamos (entra siete veces en Uruguay), pero muy diversa: dependiendo de la región, se habla flamenco, francés o alemán. Curiosamente, para comunicarse entre regiones, suelen usar el inglés, que no es idioma oficial.
Algo que me llamó la atención —y que me dejó un sabor amargo— es cómo se oculta o minimiza la figura de Leopoldo II. Este rey, que reinó durante 44 años, fue uno de los mayores genocidas de la historia: en el Congo, se lo conoce como “el Carnicero”, responsable de la muerte de más de 10 millones de personas. Sin embargo, en Bélgica, es recordado como “el Rey Constructor”, por la cantidad de monumentos y edificios que dejó como legado. Poco —muy poco— se habla de lo que hizo en África. Y eso, sinceramente, me molestó.