Mallorca: de Zurich al mar Balear, entre historia y tormentas pasajeras



Cuando ya teníamos casi cerrado el itinerario de nuestro Euro Trip 2025, hablando con Ariel —un compañero de la oficina que siempre tira buenas ideas viajeras—, me sugirió con tanta convicción que incluyéramos a Mallorca, que finalmente le hicimos caso. No fue fácil encajarla en la ruta, especialmente porque no encontré vuelos directos desde Praga, pero las ganas de pisar esta isla mediterránea lo valían.
La solución fue volar con Swiss Airlines, haciendo escala en Zurich. Esa escala, lejos de ser un obstáculo, se convirtió en un pequeño bonus: tomamos un tren desde el aeropuerto y en apenas 15 minutos estábamos caminando por el centro de la capital suiza. Solo una hora de paseo, pero suficiente para confirmar dos cosas: que Zurich es bellísima… y carísima. ¡Hasta Ámsterdam parece barata al lado!
Volvimos al aeropuerto de Kloten, embarcamos y tras dos horas de vuelo finalmente aterrizamos en Palma de Mallorca. El dueño del Airbnb —con quien habíamos arreglado que nos buscara por €10— nos llevó hasta nuestro alojamiento. Aún no podíamos usar la habitación porque estaban limpiando, así que, sin perder tiempo, salimos a almorzar frente al mar Balear en Il Forno Via Mare. Ahí, mientras comíamos, disfrutábamos de la vista de decenas de surfers desafiando las olas bajo un cielo de nubes móviles y sol tímido.
Ya por la tarde, tomamos un bus hacia Plaza España, uno de los principales puntos neurálgicos de Palma. Allí aprovechamos para recorrer un poco el centro comercial y hacernos un primer paneo de esta ciudad que de a poco nos iba seduciendo con su mezcla de elegancia, historia y aire costero.
En un momento, se largó una tormenta intensa que nos obligó a hacer una pausa forzada —muy bien recibida, en realidad— para tomar un café con unas facturas. El centro de Palma bajo la lluvia tiene un encanto especial, como si todo se ralentizara por un rato. Por suerte, no duró mucho. A las 19:00, con el cielo ya despejándose, arrancó nuestro free tour por la capital balear.
El recorrido comenzó precisamente en Plaza de España, donde la guía nos introdujo a la fascinante historia de la isla: romanos, musulmanes, judíos y cristianos han dejado aquí un legado tan visible como vibrante. Y en cada rincón de Palma, esa historia se siente.
Caminamos entre pinares y palmeras, respirando el aroma salado del Mediterráneo, mientras las murallas medievales nos hablaban en silencio. En ese marco, se levantaba ante nosotros la imponente Catedral de Santa María, o simplemente La Seu, un símbolo indiscutible de la ciudad. Su piedra arenisca dorada parecía brillar con luz propia al atardecer, y su silueta gótica, una de las más altas de Europa, cortaba el cielo mallorquín como una flecha que apunta a siglos de historia.
Frente a la catedral, otra joya: el Palacio Real de La Almudaina. Este recinto amurallado fue en su día la residencia de los reyes de Mallorca en los siglos XIII y XIV, y posteriormente de virreyes y gobernadores. Su mezcla de arquitectura islámica y cristiana habla del mestizaje cultural que define a la isla.
Seguimos nuestro paseo por el casco antiguo, atravesando callejuelas tranquilas y patios interiores que parecían detenidos en el tiempo: los tradicionales patios mallorquines, símbolo del esplendor de la antigua nobleza. De ahí fuimos hacia la Plaza de Cort, con sus árboles centenarios y su ambiente pausado, para luego adentrarnos en el barrio judío, donde aprendimos sobre la relevancia y la huella de esta comunidad en la cultura local.
Como broche final, nos detuvimos frente al Ayuntamiento de Palma, cuya fachada barroca le da un aire majestuoso al conjunto urbano. La guía nos hablaba de cómo los romanos llamaron a la isla insula maior —de donde proviene el nombre actual— y cómo cada capa histórica sigue viva en esta ciudad elegante, vibrante, orgullosa de su pasado.
Tras dos horas que se nos pasaron volando, el tour terminó —como debía ser— junto a la catedral iluminada, con ese brillo de arena y oro que Palma regala al caer la tarde.
Así terminaba este día intenso que nos llevó a pasar por tres países distintos, cenando en los 100 Montaditos y tomando el último bus de regreso al alojamiento, con el cansancio en los pies pero la cabeza llena de nuevas postales.




Road trip por Mallorca: calas turquesa, mercados, y chocolate con churros bajo la lluvia
Al día siguiente, decidimos alquilar un auto para recorrer la isla a nuestro ritmo. Cuando llegamos a la oficina, aún estaba cerrada, así que hicimos tiempo con un “cafelito” —ese diminutivo que en España siempre suena a ritual diario— mientras el sol de la mañana empezaba a calentar tímidamente las calles de Palma.
A las 9 en punto abrió la oficina y conseguimos un Volkswagen Polo a mitad de precio de lo que habíamos visto en otros sitios. Desde el primer momento me generó dudas: la mujer que nos atendió pedía muy pocos requisitos. Le dije a Agus: “Acá hay algo raro”. Pero ella, con una sonrisa tranquila, me repetía: “Confía, cariño.”
Y cuanto más me lo decía, más dudaba. Le dije a Agus: “No sé cómo ni dónde, pero esta mujer me está estafando”.
Spoiler: todo salió perfecto. Y hasta hoy seguimos riéndonos de esa escena.
Con las llaves en la mano, nos lanzamos a la ruta. Nuestra primera parada fue una de las joyas del sur mallorquín: Caló d’es Moro y Cala s’Almunia. Son dos pequeñas calas de aguas turquesas y arena blanca, enclavadas entre acantilados cubiertos de pinos y rocas doradas. Los caminos de acceso son algo empinados, pero cada paso vale la pena. Aunque el día estaba fresco y no nos animamos a meternos al agua, nos quedamos un buen rato admirando el paisaje, sacando fotos y respirando la paz del Mediterráneo más virgen. No hay chiringuitos ni bares, solo naturaleza en estado puro.
Al mediodía, subimos al auto y nos dirigimos hacia Santanyí, un pintoresco pueblo de interior, famoso por su mercado. Ese día, por suerte, era uno de los días en que se arma el mercado local en la plaza central. Paseamos entre puestos de frutas exóticas, verduras frescas, artesanías y aceitunas de todos los colores y sabores. El aire olía a pan recién horneado y a campo. Entre una degustación y otra, recorrimos el centro histórico amurallado, con sus casas de piedra caliza dorada y calles tranquilas que conservan el alma rural mallorquina.
Con el cielo poniéndose gris y algunas gotas que empezaban a caer, nos pusimos nuevamente en marcha, esta vez hacia el oeste de la isla. Nuestro objetivo era conocer dos pueblos que parecen salidos de una postal: Valldemossa y Sóller.
Valldemossa, enclavado en la Sierra de Tramontana, es un remanso de paz rodeado de montañas y vegetación. Sus callecitas empedradas y casas con persianas verdes parecen detenidas en el tiempo e invitan a caminarlas sin un rumbo fijo entre subidas y bajadas constantes.. Fue aquí donde vivieron un invierno el músico Frédéric Chopin y la escritora George Sand, en la Cartuja de Valldemossa y eso se recuerda en varios rincones de este bellísimo pueblo. Lo único negativo si así puede decirse es que cuesta muchísimo conseguir estacionamiento inclusive de pago pero es un lugar totalmente recomendable para pasar una tarde entretenida.
De allí seguimos hacia Sóller, al que se accede por una carretera serpenteante con vistas impresionantes. Este pueblo es famoso por su tren antiguo de madera que lo conecta con Palma, pero nosotros llegamos en auto directo a su plaza central, rodeada de bares y dominada por la Iglesia de Sant Bartomeu, de fachada modernista. Bajo la lluvia ligera, nada mejor que refugiarnos en una cafetería a disfrutar de un reconfortante chocolate con churros, mirando cómo la gente caminaba entre paraguas y bicicletas.
Ya con el día cumplido y el corazón lleno, emprendimos la vuelta. Antes de llegar al alojamiento hicimos una parada técnica en un supermercado para comprar fiambre y pan. La cena fue simple pero perfecta: unos sándwiches viendo el partido del Real Madrid por la Champions. Porque hay días de viaje que terminan en alta mar o en castillos medievales… y otros que cierran con fútbol y picada. Y todos son inolvidables.




Norte de Mallorca: entre miradores que quitan el aliento, pueblos con historia y naturaleza en estado puro
Después de un buen desayuno, nos subimos nuevamente al auto y emprendimos rumbo al norte de la isla, hacia uno de los paisajes más impactantes de Mallorca: el mirador Es Colomer, en la península de Formentor, a casi 80 km de Palma.
Durante el último tramo de subida por la carretera serpenteante, algo me llamó poderosamente la atención: la cantidad de ciclistas —de todas las edades y niveles de entrenamiento— que hacían ese ascenso durísimo con una determinación admirable. Curvas cerradas, pendientes exigentes y un paisaje que parecía empujarlos hacia arriba. El ciclismo en Mallorca es cosa seria: muchos equipos profesionales entrenan acá, aprovechando el relieve montañoso y el clima templado.
Una vez en la cima, dejamos el auto y caminamos hacia el mirador. Y ahí se hizo difícil poner en palabras lo que veíamos. El mar Mediterráneo se abría frente a nosotros en una postal que no parecía real, con acantilados de vértigo, pinos que caían en picada hacia el agua y un horizonte sin límites. Es de esos lugares que te dejan sin habla, que te conectan con lo pequeño que sos frente a tanta inmensidad.
Tras un buen rato contemplando, volvimos al auto y bajamos hacia la costa. Hicimos una caminata por la Playa de Formentor, famosa por su arena clara y aguas transparentes, aunque esta vez el frío nos impidió meternos. Después pasamos brevemente por la playa de Puerto Pollensa, más amplia y tranquila, ideal para paseos serenos junto al mar.
Ya cerca del mediodía, fuimos a almorzar al casco histórico de Pollensa, (esta misma idea tuvieron muchísimos de los ciclistas que habíamos visto más temprano) un pueblo encantador con callecitas empedradas y una atmósfera de otra época. Después de comer, decidimos “bajar la comida” subiendo el famoso Camino del Calvario, una escalinata de 365 peldaños flanqueada por cipreses que conduce a una pequeña ermita en lo alto. Desde allí, las vistas sobre el pueblo son imperdibles. Y para cerrar nuestro paso por Pollensa, fuimos hasta el puente romano, uno de los vestigios históricos más antiguos de la zona.
Uno de los lugares que más me gustó —y al que me hubiese encantado dedicarle más tiempo— fue Alcudia, con su muralla medieval intacta, sus puertas fortificadas y su centro histórico que parece detenido en el tiempo. Pero el reloj apuraba, y teníamos un objetivo: llegar antes del cierre al Parque Natural de s’Albufera, una reserva que protege humedales donde anidan y descansan aves migratorias de toda Europa.
Llegamos con el tiempo justo… y aunque no vimos ni una sola ave (¡nada, jajaja!), fue interesante recorrer los senderos rodeados de cañaverales, canales de agua y un silencio muy distinto al del resto de la isla.
Para cerrar el día, fuimos a conocer la extensa y tranquila Playa de Muro, ideal para descansar un rato sobre la arena. Pero el frío empezó a sentirse más fuerte, así que nos volvimos al Airbnb. Compramos algo sencillo para cenar, armamos las valijas y nos fuimos a dormir temprano, porque al otro día volábamos rumbo a Madrid, el próximo capítulo de este viaje inolvidable.







